por María Lucrecia
Entre las filas de pobres que recurren a los servicios públicos de emergencias buscando auxilio, recuerdo a Jani. Para el registro de las personas, Jani se llamaba Carlos. Pero su verdadera identidad social y emocional distaba largamente de las apariencias de un varón convencional.
Esta travesti, peluquera de profesión, había llegado con el rostro desencajado y un fuerte dolor abdominal, a la guardia del Hospital Ángel C. Padilla, un día hábil cualquiera de 2007. Para el médico tratante, junto al cual yo trabajaba como practicante nombrada por el SIPROSA, Jani no representaba un paciente común, era “una marica”. Claro que no lo verbalizó, pero en su trato, procedió con una actitud diferenciada y estigmatizante desde el primer momento.
En aquella sala de curaciones atestada de otros pacientes que aguardaban ser atendidos, el galeno no solo exigió a Jani, a viva voz, su nombre y apellido legal, sino que la sometió a un “interrogatorio dirigido”, en tono francamente insultante, sobre las “posibles causas” de su dolencia. Los testigos presenciaban sorprendidos la escena, y las risitas por lo bajo, los comentarios y señalamientos poco discretos eran la constante. Después de todo, si el médico era poco cuidadoso, quedaba la sensación de que todo estaba legitimado en aquel reducto para todos.
Yo contemplaba aquella postal con tristeza.
En medio de su malestar, Jani no ofreció resistencia alguna ni efectuó cuestionamiento al “destratamiento” que recibía. Claro, no tenía muchas más opciones para elegir u otros servicios diferentes a este para concurrir. En la mirada de esta travesti se transparentaban sentimientos de impotencia, rabia, angustia, vergüenza e indignación frente a lo que le tocaba experimentar. Era una más de las tantas humillaciones que toleraba diariamente por el hecho de elegir ser ella misma.
Cundo el tratante se retiró, yo me acerqué y le pedí nuevamente su nombre, pero no aquel nombre que estamparía en la historia clínica, sino el que la hacía digna. Ella me miró, y su cara cansada y dolorida se iluminó: _Yo me llamo Jani, dijo a viva voz.
Desde ese momento, los pacientes suspicaces se llamaron a silencio, y mientras duró su estadía en curaciones, Jani no solo logró sentirse cómoda, en medio de su indisposición, sino que departió amablemente con sus compañeros de espera.
Sin embargo, cuando cada tanto el médico tratante entraba nuevamente en escena, la incomodidad inicial se reinstalaba en el ambiente y en Jani, pero solo por el tiempo justo que duraba su presencia.
Jani tenía un cálculo biliar y una inflamación vesicular (pero ningún otro diagnóstico bizarro) de todas formas, si lo hubiera tenido, merecía un trato respetuoso y una mínima privacidad para ser interrogada. La vorágine de la guardia me hizo perder de vista a Jani, hasta que, horas después, alguien sacudió mi hombro. Al voltear, miré a una Jani repuesta y sonriente, que no había querido retirarse sin saludarme con un beso.
Al final de aquella jornada, reflexioné en cómo la discriminación y la indiferencia pueden enfermar o matar tanto o más que cualquier dolencia física y sobre la necesidad de enfrentar y trabajar los prejuicios hacia la diversidad sexual en el personal sanitario, para que estos no tengan sobre el paciente un efecto iatrogénico desfavorable.
Nota: Iatrogenia: Todo lo que el médico hace, bueno o malo.
1 feedback-trebolar:
Me gustó!, muy sensibilizador.
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