SIN PELOTAS EN LA LENGUA



*Por Carlos Dellepiane
¿Para cuándo el gran empate?
Mi viejo habrá pateado una pelota tres veces en su vida. Yo unas cuantas más. Pero _por si hay que aclararlo_ crecí en un ambiente futbolero por el solo hecho de haber nacido en este suelo.
La palabra “Mundial” me traslada de inmediato a la Plaza Independencia repleta de la porción tucumana de los “25 millones de argentinos” que, entre “gritos de entusiasmo y libertad” _como insistía la marchita castrense compuesta para la ocasión_ habíamos empomado a nivel fantasía a nada menos que “Holanda”. Es decir, once sudacas subdesarrollados habían embocado una pelota más veces que once nórdicos relucientes nacidos en una de las mecas de ese Occidente al que nos acostumbraron a ver como el ombligo del mundo.
Como saben hasta los perros en esta patria arrasada por la TV, bastó eso para acallar los alaridos de los picaneados, las denuncias de las Madres, esconder las heridas de las violadas en la ESMA y la devastación de la economía nacional y el pisoteo de nuestra cultura. Me comentaba una joven académica, basándose en los estudios culturales, que toda la simbología y los rituales del fútbol, llevados al clímax durante el Mundial, juegan un rol fundamental en la configuración de las identidades y sentimientos nacionales. Que en ocasiones, esta parafernalia deportivo-patriótica había sido manipulada para ocultar realidades inconvenientes para el poder de turno. Por ejemplo durante el “Proceso”.
En todos los países adictos al fútbol, los campeonatos generan un fervor colectivo que canaliza los ánimos belicosos. Las pertenencias a grupos como el “cuadro” que suele asociarse al barrio del “hincha” o a su historia familiar, barra de amigos, etc. Guerritas incruentas, con poca sangre derramada, para que la muchachada descargue su brutalidad y su compulsión por establecer marcas, jerarquías, diferencias: para que unos estén contentos y festejen, otros deben perder y llorar. En nuestro país el fútbol es, más que un deporte, una religión popular con sus clanes, ídolos, tabúes y mitos. Una religión que cuenta con un ejército de encargados de inculcarla desde que, “naturalmente”, el pibe de tres años _varón, obvio_ no termina de caminar y ya patea una pelota. ¡Si me habré rebelado, hereje pertinaz, a los catecismos futboleros en la escuela y en la parroquia! Un niño poseso por el demonio del antifutbolismo. Bueno, éramos dos o tres que nos arriesgábamos a la hoguera escapándonos de la cancha para jugar a lo que venga, sin reglas ni puestos de honor, ni tener que “masacrar” a nadie.
Desde entonces comenzó a intrigarme este enigma de que para ser feliz _según la Religión Fulbo_ haya que “masacrar”. Que tenga que haber quienes sufran para que otros disfruten. Que sea más divertido si a vos te va mal y a mí bien. Que el empate sea aburrido. Que ni jugando podamos escaparnos de la guerra.
Héroes de Plasma
Garúa finito rumbo al yugo diario. Vidrios empañados. Rostros ceñudos. Bocanadas de humo y basura de ingenios. ¡Qué clima de mierda! Colas de gente suburbana, mal trazada, esperando cobrar su plan. Mirá Susanita qué gordas que están esas, y llenas de críos. Por cada uno, platita. ¡Qué negros vagos de mierda! Estudiantes marchando por el centro, murga cortando la principal arteria de la ciudad. Nuevo paro docente mañana. ¡Qué educación de mierda! Cristina con sus vestidos, pieles y carteras. El marido es el que tiene la batuta. Luis Juez y su verborragia ensordecedora. Carrió y su bola de cristal. ¡Políticos de mierda! Seguimos acá abajo, en el culo del planeta, siempre al borde de caernos de “El Mundo”, o del todo fuera de él. Ese mundo rubio y de ojos celestes que nos mira por encima del hombro y sonríe con desdén ante nuestros torpes intentos de imitarlo, tiñéndonos el pelo y usando pupilent. De este lao del charco, muy lejos de donde está la posta, ni negros ni gringos del todo. ¡Qué país de mierda!
En la cornisa del bajón colectivo, irrumpe rimbombante y a todo pixel, desde millones de monitores…”LARGENTINAAAAAAAAAA”
Durante un mes Largentina será el centro de todas las miradas, la esperanza de todo un pueblo. Largentina, vestida de colores patrios, entrenada con dureza y remunerada con ostentación, combatirá sin pólvora en el extranjero, donde se encuentra escoltada por los fieles aguantadores y pudientes que pueden costearse el viaje. Largentina encarna el honor, la virilidad de un país que de golpe es Disneylandia. Una Disneylandia con pibes amamantados a paco y mujeres esclavizadas para los penes, pero Disneylandia al fin. Soñar no cuesta tanto.
El heroísmo celeste y blanco tendrá su prueba de fuego si los once sudacas con alta cuenta bancaria enfrentan a los once caballeros súbditos de doña Isabel. Durante 90 minutos el hechizo nos devolverá, “tras su manto de neblinas”, a nuestras dos hermanitas raptadas por los piratas, vestidas de azul y blanco y enjoyadas con soles de oro. Media hora después, sea cual fuere el resultado, escucharemos Pink Floyd o The Beatles, sin entender lo que cantan pero suena lindo.
Detrás de los espejismos, la Matria y la Patria seguirán siendo los negados, las nadies, la maestrita rural, el militante que no está en venta, la prostituta organizada contra el fiolo, el homosexual mal mirado en su trabajo. Si Largentina emboca más pelotitas que todos los demás “países”, el pueblo se desatará en júbilo como un descorche de champagne, aunque sólo los héroes y unos cuantos brindarán con esa bebida y el resto con tetra o birra, pero ya se sabe, somos todos iguales.
El príncipe Palermo, el conde Messi, el duque Milito, machos alfa del balón, coronados de gloria a morir _de gloria y de $$$$, ¿y cuánto para el docente de alta montaña?_ mientras las excelentísimas cortes de los medios serán reverenciadas y recompensadas con un suculento botín (¿y cuánto para el comunicador popular que pelea por hacer oír la voz de los de abajo?)   
Gane o pierda Largentina, las burbujas del delirio se esfumarán en pocos días, y otra vez habremos perdido la chance de entender que no somos un país de mierda ni una troupe de once guerreros mágicos.               

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